domingo, 4 de octubre de 2015



2. Los correos pedestres y ecuestres
 
La elección de personas capacitadas para transportar noticias importantes fue un recurso muy utilizado durante la Antigüedad. Se lo empleó tanto en las cortas como en las largas distancias. Como es de suponer, estas encomiendas se complicaban muchísimo a causa de la fatiga fisiológica cuando las noticias se debían llevar a distancias considerables. Por los años aquellos en que transcurrió la vida del gran filósofo chino Kun-Fu-Tzu (Maestro Kung), nacido en 551 y muerto en 479 a. C., ya se utilizaban los correos  pedestres y también los mensajeros a caballo. Señala Confucio (como lo llamaban los occidentales): “Si el príncipe es bondadoso, su virtud se difunde con la rapidez de un río; va más veloz que el heraldo o el jinete que lleva los mensajes y edictos al emperador.”  No sabemos si fue él mismo el que empleó la palabra heraldo en la cita que se le tribuye, porque si bien se dedicó a aconsejar a los gobernantes acerca de la organización de la sociedad y creó una escuela dedicada a la revisión de los textos clásicos y a la enseñanza de asuntos literarios, políticos y morales, la verdad es que no dejó nada escrito. Así que la presencia de esta voz en aquel párrafo bien podría deberse a un error de interpretación introducido por alguno de sus traductores. Así que deberíamos leer aquí “… más veloz que el mensajero pedestre o el jinete que lleva los mensajes y edictos del emperador.” No nos parece que pudiera referirse al tipo de heraldo que floreció en el Medioevo europeo, que era la persona encargada de transmitir fielmente el pensamiento del emperador a quienes debían conocerlo con la necesaria exactitud, anunciar públicamente los edictos de las autoridades gubernamentales, organizar ceremonias y torneos y llevar el registro de la nobleza. El uso habitual de estas dos clases de mensajeros revela que las palomas no eran utilizadas por entonces como correos alados en China. Los historiadores griegos nos han dejado un extraordinario testimonio del uso de la mensajería pedestre en la Hélade y que indica, además, que durante la época a la que hacen referencia aún no se había implementado el sistema de postas de revelo y menos aún el servicio de palomas mensajeras. Se trata del extraordinario esfuerzo que realizó Feidíppides, el correo militar que recorrió a la carrera el extenso trayecto (40 kilómetros) existente entre Maratón y Atenas, para comunicar a las autoridades residentes en esta última la victoria que los atenienses habían alcanzado contra los persas de Darío I en el 490 antes de Cristo. Recordemos cómo sucedieron las cosas: Darío, resuelto a castigar a Atenas y a Esparta, envió en 492 a. C. a su yerno Mardonio a Grecia, pero la flota que capitaneaba naufragó junto al Monte Atos a causa de una tormenta y tuvieron que regresar a su patria. En el 490 armaron una nueva expedición, capitaneada ahora por el medo Datis y el persa Artafernes. Cruzando los estrechos, llegaron hasta la bahía de Maratón. Allí fueron derrotados por las fuerzas atenienses comandadas por Calímaco y Milcíades, con la ayuda de los aliados plateos. Se asegura que los atenienses perdieron 192 hombres y los persas 6.400, pero la abultada diferencia hace dudar de la fidelidad del cómputo. Como la apurada carrera de Feidíppides demandó un esfuerzo fuera de lo común, y expiró luego de anunciar la victoria, en su honor, en los Juegos Olímpicos de Atenas  de 1896, se instituyó la primera carrera de fondo que conocemos con el nombre de Maratón, la que actualmente cubre un recorrido de 42,195 km. Cabe aclarar, empero, que las cosas no ocurrieron tal como tradicionalmente se las presenta. Cuando las huestes persas se acercaban a Atenas, sus gobernantes se reunieron en la Acrópolis y después de sopesar la situación, enviaron a buscar a Feidíppides, un corredor pedestre que había ganado recientemente la corona de mirtos en los juegos Olímpicos, y le ordenaron que partiese al momento hacia Esparta, a recabar el auxilio de los lacedemonios. Cruzando a nado los cursos de agua y atravesando fatigosamente las eminencias que encontraba a su paso, le llevó dos días cubrir los 215,263 Km que separaban a los dos estados griegos, y tuvo que regresar con la desalentadora noticia de que, como los belicosos lacedemonios eran en demasía supersticiosos, no se pondrían en marcha hacia Atenas sino hasta el plenilunio. Como a la sazón los persas ya habían desembarcado, los atenienses se dispusieron a hacerles frente sin más dilaciones y Feidíppides –dicen los historiadores de la época --, desenvainando su espada y embrazando su pesado escudo, emprendió la marcha junto a los diez mil hombres escogidos para ir al encuentro del enemigo, el que contaba con centenares de miles de medos y persas. Después de la batalla, le tocó anunciar la buena nueva a sus compatricios, y se comenta que sus últimas palabras, luego de correr a toda carrera los 45,357 Km reales que separaban a Maratón de Atenas, fueron: ¡Victoria! ¡El triunfo es nuestro! Se cree hoy que la noticia de la victoria ateniense fue llevada a Atenas por otro corredor profesional. Feidíppides habría sido entonces el que marchó hacia Esparta en busca de ayuda, pero el anuncio de la victoria le correspondió comunicarlo a ese otro corredor. Esta versión señala que al resultar vencidos los persas, enfilaron sus naves hacia Atenas, aprovechando que ella se hallaba a la sazón desprotegida. De manera que si llegaban antes que sus habitantes conocieran que los enemigos habían sido derrotados, probablemente entrarían en pánico y se rendirían. Milcíades mandó llamar entonces a su hombre más veloz, que según Plutarco (que fue el que narró esta proeza 500 años después de ocurrida) se llamaba Tersipo y le encomendó llevar hasta la ciudad la feliz noticia. Tersipo necesitó unas dos horas para cubrir el citado trayecto. A su llegada, anunció: --"Hemos ganado" y cayó muerto. Heródoto, historiador cuya versión resulta más creíble ya que vivió durante el tiempo en que tuvieron lugar esas acciones, memora el ajetreado viaje de Feidíppides a Esparta, pero no comenta absolutamente nada acerca de este segundo corredor, por lo que se duda que la narración de Plutarco pueda expresar la realidad de lo ocurrido. En cuanto al medio utilizado por los países situados en Oriente Medio, éste era por entonces preferentemente el de los mensajeros ecuestres. También era el utilizado en aquella época por los persas, quienes habían construido un largo camino real que unía Éfeso, antigua ciudad del Asia Menor, a orillas del mar Egeo, con Susa, antigua ciudad del país de Elam, en el actual Irán, que era la residencia de los reyes aqueménidas. Esta inmensa carretera fue  construida por el rey persa Darío I en el siglo V a.C. para facilitar una comunicación rápida a través de su extenso imperio. Los mensajeros podrían viajar sus 2.699 Km en siete días. Heródoto escribió a este respecto: “No existe nada en el mundo que viaje más rápido que estos mensajeros persas.", señalando además que "Ni la lluvia, ni la nieve, ni el calor, ni la oscuridad de la noche, les impedirá cumplir con la obligación que se les ha encomendado a la mayor velocidad posible". Como existen comentarios relativos al empleo de palomas (y también de golondrinas) en la patria de Heródoto por parte de algunos espectadores con el objeto de comunicar a sus familiares los resultados de los juegos olímpicos, diremos que revisando esas acotaciones encontramos que algunos autores presentan este probable hecho como si tuviese un uso extendido; otros, en cambio, la refieren sólo a dos casos muy puntuales, uno de ellos acontecido en una fecha bien determinada: el año en que tuvo lugar la Olimpíada número 84º. La narración más circunstanciada que hemos podido encontrar a dicho respecto expresa que el atleta Temóstenes comunicó a sus familiares su triunfo utilizando una paloma. Para otros autores, el que obró de esta manera fue el griego Tauróestenes, oriundo de Egina, ciudad que había sido llamada de esta manera en homenaje a la ninfa mitológica Eegina. ¿Se trataría de la misma persona, denominada por los historiadores de una manera ligeramente diferente? Esta es una cuestión que deberían aclarar los helenistas. Como nosotros no lo somos, vamos a imaginar que se trataba de dos casos diferentes, uno con fecha cierta y el otro no. Para que podamos tener una buena idea acerca de cuándo pudo suceder el primero de ellos, debemos tener presente que se llamaba olimpiada u olimpíada al período de cuatro años comprendido entre dos celebraciones consecutivas de los juegos Olímpicos y que el uso de una paloma mensajera por parte de Temóstenes pareciera haber acontecido en la 84ª ocasión, o sea entre el 444-440 a.C.  La apertura de los juegos era anunciada a los griegos por medio de mensajeros desde el mar Negro hasta España, proclamándose una tregua sagrada. No se permitía competir a mujeres, esclavos, extranjeros y malhechores. Las mujeres casadas no podían acceder al estadio. Los juegos incluían los combates (lucha o pugilato), el pancracio (mezcla de lucha y boxeo) el lanzamiento del disco, el Pentatlón (jabalina, disco, salto en longitud, lucha y carrera) y la carrera de caballos. Había también carreras de mulas y de carros. Pero ni los solípedos, ni los jinetes ni los cocheros podían hacerse merecedores a las coronas de las victorias, ellas estaban reservadas a los propietarios de los caballos y de los carros. (Estableciendo un paralelo con las carreras de palomas de la actualidad, podríamos presumir que muy probablemente para el 2515 los historiadores de nuestro hoy claudicante deporte puedan comentar algo muy parecido acerca de las  mismas, ya que solo tienen importancia para nosotros los propietarios de los palomares exitosos.) Pero había una excepción: Los juegos olímpicos concluían con una carrera pedestre, en la que intervenían atletas provistos de armas, cascos, escudo y polainas. Luego de cada prueba, los nombres de los vencedores eran anunciados por los heraldos, con la indicación de quiénes eran sus padres y cuál era la patria de origen de los mismos. Pero los jueces les entregaban una rama de palmera (cualquier similitud con los anuncios de las vencedoras y los premios colombófilos actuales, debe ser tomada o no como una simple coincidencia). La cuestión es que en los inicios de estos célebres juegos las recompensas consistían en  objetos preciosos, pero después las preseas fueron mucho más modestas: sólo se les entregaba una corona de olivo, árbol que se consideraba plantado por Heracles, el héroe mitológico griego que representaba la fuerza y cuyo sosías latino vino a ser Hércules. Las Olimpíadas, ya decadentes, cesaron a causa de haberse introducido en ellas la maldita corrupción. Durante la 112° se condenó al ateniense Calipso, un personaje nefasto sobre el que pesaba la acusación de haber falseado los resultados de una contienda mediante el soborno de sus adversarios. A partir de ese escándalo, los juegos degeneraron rápidamente, y como cada ciudad quería tener sus propios campeones, los atletas pasaron a ser verdaderos profesionales. Se los entrenaba a partir de los 12 años de edad. La degeneración de los juegos olímpicos se profundizó con la invasión de los romanos, cuyos emperadores dispusieron que sus caballos también participaran en las carreras griegas. Como los helenos corrían, como decimos los argentinos, contra los caballos de los comisarios, la corrupción alcanzó entonces los niveles más altos. Nerón, por ejemplo, que reinó entre 54 y 68, llegó hasta comprar a los jueces para que dieran por vencedores a sus carros En el 394 de nuestra era, el emperador cristiano Flavio Teodosio, llamado el Grande, nacido en la actual Segovia hacia el 347 y muerto en Milán en 395  (fue emperador romano entre 379 y 395) decretó la abolición de estos juegos. El instinto predador de los hombres y la furia de naturaleza acabarían después de eso con la posibilidad fáctica de reinstalarlos. En efecto: en el 426, Olimpia fue incendiada y entre los años 526 y 551 varios terremotos y maremotos acabaron por devastarla. Los certámenes sólo se reiniciarían en 1896, 502 años después de la decisión de Teodosio I, y no se continuarían en el mismo lugar, es decir, en la llanura de la Élade, a orillas del río Alfeo, en el Peloponeso, sino en la misma ciudad de Atenas.


5-2 Las palomas mensajeras en la historia de las comunicaciones

 
Completando la información publicada en la fecha en 5-1 sobre las palomas mensajeras que no eran tales, apuntaremos ahora que “el escritor latino Lepsius” se llamaba en realidad Carlos Ricardo Lepsius y había nacido en Naumburgel, Gotinga (una ciudad alemana célebre por su universidad, situada en el Land de Baja Sajonia, a orillas del río Leine), el 23 de diciembre de 1818 y murió en Berlín, el 10 de julio de 1884. Estudió en Leipzing, Gotinga, y también en la capital alemana. Se perfeccionó en París y publicó numerosas obras sobre su especialidad, la egiptología, residiendo durante algún tiempo en Italia. En 1842, contando con el apoyo del célebre naturalista y geógrafo Alexander, barón de Humboldt (1769-1859) fue admitido para participar en una expedición a Egipto, que duró cuatro años. Profesor de la Universidad en Berlín en 1846, fue nombrado en 1855 director adjunto del Museo Egipcio y diez años más tarde, director efectivo, enriqueciendo dicho establecimiento con varias colecciones de su propiedad. En 1866 el profesor Lepsius realizó un segundo viaje a la Tierra de los faraones y a él se debe el descubrimiento, en las minas de Tarsis, de la célebre inscripción que se conoce con el nombre de Canope. (Esta palabra, en plural, designa unos vasos, encontrados en las antiguas sepulturas egipcias, destinados a contener las vísceras de los difuntos. Cada momia poseía cuatro vasos, cada uno de los cuales estaba bajo la tutela de uno de los hijos de Horus, dios con cabeza de halcón y principal divinidad celeste que tutelaba al soberano y se identifica con él. Estaban a menudo cubiertos por una tapa que representaba las características: hombre, babuino, perro, halcón.) Es una verdadera pena que Darwin no le haya preguntado (o si éste se lo dijo, que no haya añadido) cuándo exactamente aparecía ese testimonio, o durante el reinado de qué faraón, porque la susodicha dinastía abarcó 142 años, esto es, desde 2465 a 2323 a. C. Samuel Birch, la otra persona consultada por Darwin con idéntico propósito, nació en 1813 y murió en 1885. Fue un anticuario y egiptólogo inglés. Se ocupó asimismo de estudiar a los asirios. Escribió una gramática de los jeroglíficos egipcios y compiló asimismo un importante diccionario. A él se debe también una trascripción del Libro de los muertos, una historia sobre la alfarería, y numerosos artículos filológicos. Nada dice Castelló respecto a lo que indicaba Birch sobre las palomas que habían servido de comida a uno de los faraones de la cuarta dinastía. Si hubiera tomado nota de eso, tal vez hubiese podido advertir el error al que lo conduciría la gratuita permutación de identidades en que incurrió, porque muy difícilmente los faraones se comerían a las palomas mensajeras, teniendo a su disposición manjares mucho más suculentos y deliciosos. Lo que los faraones sí hacían, era alimentarse únicamente de palomas (no sabemos si domésticas o salvajes) bajo determinadas circunstancias. En efecto: el informe de Birch podría estar indicando la presencia de una enfermedad contagiosa durante el mandato del faraón que fuere de la citada Cuarta dinastía, porque hoy sabemos que cuando se presentaba una epidemia, éste no comía otra cosa más que carne de estas aves, ya que se las consideraba incontaminadas. Tampoco indica Darwin a qué regencia se estaba específicamente refiriendo Birch, pues la IV dinastía, que reinó entre 2575 y 2465 a. C., tuvo seis faraones: Snefru (2575-2551), Kéops (2551-2528), Didufri (2528-2520), Kefrén (2520-2494), Micerinos (2490-2472) y Shepseskaf (2472-2467). Los más conocidos por quienes no somos egiptólogos son Kéops, Kéfren y Micerinos. El primero, porque hizo construir la gran pirámide del valle de Gizeh que lleva su nombre; el siguiente, su hijo, porque hizo erigir la segunda de las tres que hay allí, además de la gran esfinge, y el último, porque construyó la más pequeña de todas. Ni Birch ni Darwin pudieron sospechar tampoco por lo visto, que en un momento dado de esos 110 años de reinado dinástico, cuando aparecieron en la historia las palomas domésticas egipcias (y posiblemente las que no eran de esa condición), muy probablemente tuvo lugar en Egipto una mortal epidemia, trance en el que las palomas salvaron con su muerte la vida del faraón de turno. Ni Darwin, ni Castelló ni ninguno de los que fecharon la presencia de esas aves en el 3.000 antes de nuestra era, calcularon que fue en realidad y cuando menos, unos quinientos años después. En efecto: la 5ta dinastía comenzó como en el 2500 a. C. y finalizó cerca del 2350 a. C.  Pero existe otro error de interpretación relacionado con la supuesta latinidad de Lepsius, aunque derivada, conforme podrá verse seguidamente, de otro tiempo, lugar y contexto. Siempre refiriéndose a las palomas domésticas en general, dice Darwin (según el segundo de los traductores que hemos estado viendo):”El indostánico Akber Khan, las apreciaba mucho allá por los años 1600, y nunca contaba la corte menos de veinte mil: “Los monarcas de Irán y de Turán (hace referencia a una llanura de límites indefinidos, ubicada en el centro de Asia. Comprende el norte de Irán y parte del Turquestán, llegando hasta los Urales y Siberia) regalaban a sus favoritos ejemplares muy raros y, su Majestad -- continúa el escritor palatino que da estos datos -- cruzó las razas por medios jamás practicados antes, mejorándolas asombrosamente.” Creemos que esta es la traducción que Castelló u otro antes de él (si fue otro el que cometió por primera vez la equivocación) tuvo ante sus ojos, porque como enseguida veremos, hay otra versión, bastante distinta a ésta, y que si bien da lugar a otra inexactitud garrafal, no hubiera generado la que seguramente provino de este párrafo. El primer error consistió en confundir palatino con latino. El escritor al que hace referencia Darwin era el que ejercía su oficio en palacio, porque palatino significa precisamente eso: relativo a palacio. En cambio, como vimos, latino quiere decir perteneciente al Lacio, o a Roma, o a sus habitantes. La otra traducción, que pertenece a José P. Marco, difiere bastante de la que acabamos de transcribir y nos parece que ha sido la que  dio lugar al segundo yerro. Dice: “Las palomas eran muy apreciadas por Akber Khan, en la India, el año 1600: nunca se llevaban de la corte menos de 20.000 palomas.” “Los monarcas de Irán y de Turán le enviaron ejemplares rarísimos” y, continúa el historiador de la corte: “Su Majestad, cruzando las castas, método que nunca se había practicado antes, las ha perfeccionado asombrosamente.” Como puede verse, esta traducción dio lugar a una interpretación completamente ridícula respecto a la identidad y situación de esas palomas domésticas. No está relacionado dicho error al hecho de que el referido Señor (Khan) les regalara a sus favoritos ejemplares increíbles o que los monarcas de Irán o Turán le obsequiaran a éste especímenes inauditos. Eso no modifica para nada el indudable afecto que el gobernante indio sentía hacia las palomas domésticas en general, ampliamente reconocido. El problema es que los escritores colombófilos extrajeron de esto que Akber Khan, el monarca en cuestión, cuando salía de viaje, llevaba con él ¡no menos de veinte mil palomas mensajeras! ¡Un verdadero disparate! Lo que decía Darwin realmente era que el citado monarca sentía tal afecto por las distintas razas de palomas domésticas, y por las inverosímiles más que nada, que nunca había en su corte menos de veinte mil de ellas. Ahora bien: sin advertir el error que estaba cometiendo al considerar mensajeras a palomas que, como pudo verse, eran simplemente domésticas, Castelló (y este sí que es un yerro exclusivamente suyo) haciendo referencia a lo dicho por Lepsius respecto a las palomas de la quinta dinastía egipcia, añade:  “... y lo afianzó el hallazgo de los hipogeos de Medinet-Abou, conservados en Londres, donde se representa una suelta de palomas mensajeras practicada con motivo del advenimiento de Ramsés III y destinada a comunicar la fausta nueva a las principales ciudades del imperio.” El autor barcelonés hace mención aquí a unos pergaminos que fueron hallados soterrados (de ahí el uso de la locución hipogeos) en el más meridional del grupo de ruinas que jalonan la antigua necrópolis egipcia de Tebas (ciudad que fue en su tiempo la capital del alto Egipto), y que tuvo por origen las capillas funerarias del faraón de la XVIII dinastía, Tutmosis III (1479-1425 a. C.) y del citado Ramsés III (el segundo faraón de la dinastía XX y el último soberano importante del Imperio Nuevo de Egipto, que gobernó desde cerca de 1184 hasta 1153 a. C) y que cubre el emplazamiento de la villa de Ait-Zamouit. El sábado que viene veremos de qué se trata todo esto.

5-1 Las palomas mensajeras en la historia de las comunicaciones

 
Continuando con nuestro comentario sobre las palomas mensajeras que no eran tales, recordemos que tratando de establecer la antigüedad que tendría el uso de las columbiformes como transportadoras de noticias, en la Introducción a su libro Colombofilia (1894), Castelló y Carreras decía en la página 4: “...sábese también, y por indicaciones del escritor latino Lepsius, que ya la V dinastía egipcia la utilizaba, ...”  El error de suponer mensajeras a las palomas domésticas mencionadas por Darwin en uno de los apartados de El origen de las especies por la selección natural, se debería, en nuestra opinión, al resultado de una lectura muy superficial que algún escritor colombófilo (ignoramos quién podría haber sido) había hecho del mencionado capítulo, y a la circunstancia de que el sabio inglés menciona allí, en dos oportunidades, para ejemplificar las diferencias increíbles que se dan entre algunas de las razas descendientes de la Columba livia, a la mensajera inglesa del siglo XIX, que era una descendiente mestiza del Carrier del Este o persa. Lo que en realidad Darwin expresaba allí, es que tenía la completa seguridad de que todas las razas domésticas del género Columba descendían de la Columba livia, con sus subespecies geográficas. Y para explicar el por qué de ese convencimiento, manifestaba (por boca de uno de los que tradujeron su obra al idioma de Cervantes): “A favor de esta opinión puedo añadir: en primer lugar, que la Columba livia silvestre se ha visto que es capaz de domesticación en Europa y en la India, y que coincide en costumbres y en un gran número de caracteres de estructura con todas las razas domésticas; segundo, que, aunque una mensajera inglesa y una volteadora de cara corta difieren inmensamente en ciertos caracteres de la paloma silvestre, sin embargo, acompañando las diversas subrazas de estas dos razas, especialmente las traídas de regiones distantes, podemos formar entre ellas y la paloma silvestre una serie casi perfecta; tercero, que aquellos caracteres que son principalmente distintivos de cada casta son en cada una eminentemente variables, por ejemplo: las ceras y la longitud del pico de la mensajera inglesa, lo corto de éste en la volteadora de cara corta y el número de plumas de la cola en la colipavo, y la explicación de este hecho será clara cuando tratemos de la selección; cuarto, las palomas han sido observadas y atendidas con el mayor cuidado y estimadas por muchos pueblos. Han estado domesticadas durante miles de años en diferentes regiones del mundo; el primer testimonio conocido de palomas pertenece a la quinta dinastía egipcia, próximamente tres mil años antes de Jesucristo, y me fue señalado por el profesor Lepsius; pero Birch me informa que las palomas aparecen en una lista de manjares de la dinastía anterior. Como esta traducción no ha resultado evidentemente lo suficientemente clara, porque ha dado lugar a la confusión de los que quisieron ver retratadas allí a las palomas mensajeras más añejas, vamos a transcribir a continuación una ligeramente distinta y menos ambigua, en la que se podrá notar claramente cómo fue que se introdujo en la historia de las palomas mensajeras que todos más o menos conocemos, el yerro conceptual antes señalado. Tendremos asimismo la oportunidad de comprobar en vivo y en directo, cuán importante resulta para los destinatarios de una traslación al castellano de cualquier obra extranjera, que los traductores reproduzcan fielmente lo que sus autores exponen en ellas. No sólo deben reproducir exactamente lo que el escritor expresa ahí, sino, además, lo que en realidad quería decir, por lo que no se pueden limitar a consignar literalmente lo que ellos podrían quizá haber dicho. Cuando no se domina una cuestión determinada, como sucede claramente en este caso en particular, se vuelve imperativo consultar la esclarecida opinión de los especialistas. Mucho hubiesen ganado aquellos a los que nos estamos refiriendo aquí, si hubiesen hablado acerca de este asunto con  algunos entendidos en la materia. Veamos, pues, cómo tradujo este parlamento del original inglés M. –J. Barroso-Monzón, cuya versión nos parece mucho mejor que la precedente: “En apoyo de esta opinión he de añadir: en primer lugar, que la citada Columba livia, o paloma de las rocas, ha llegado a ser domesticada en Europa y en India, y que conviene en costumbres y en gran número de detalles de conformación con todas las razas domésticas; en segundo lugar, aunque la mensajera inglesa o la volteadora caricorta difieran inmensamente en determinados caracteres de la paloma de las rocas, comparando las diversas subrazas de estas variedades, muy especialmente las importadas de países lejanos, podemos formar una serie casi completa entre los extremos de estructura; en tercer lugar, las particularidades que son distintivas de cada raza, verbigracia la excrecencia carnosa bajo el pico y la longitud de éste en la mensajera inglesa, lo corto de ese pico en el pichón volteador, el número de plumas caudales en la paloma de cola de abanico, son en cada raza extraordinariamente variables, lo cual resultará claro cuando tratemos la selección; y, en cuarto lugar, la paloma ha sido estudiada y cuidada con la mayor atención por mucha gente: está domesticada en diversas partes del mundo desde hace decenas de siglos; tanto, que, según me ha informado el profesor Lepsius, ya se hablaba de estos animales en la quinta dinastía egipcia, tres mil años antes de Jesucristo, aunque Mr. Birch me comunica que en la dinastía anterior figuraron los pichones como plato de una comida dada por el soberano;[...]” Tres son los yerros conceptuales que advertimos aquí, aunque ninguno hace al fondo de la cuestión que estamos considerando. Uno de ellos consiste en que habla de la excrecencia carnosa de esas palomas, cuando debería haber dicho "de la cera que tiene la inglesa por debajo del pico" (y que en realidad se encuentra situada sobre él o mejor explicado aún, rodeando la base del mismo). El otro consiste en traducir pigeon (paloma en inglés) por pichón. Debió señalar por ende “lo corto de ese pico en la paloma volteadora”, porque Darwin estaba haciendo referencia a la paloma como especie y no a los hijuelos o pichones de estas aves. Del mismo modo tendría que haber consignado el traductor: “… aunque Mr. Birch me comunica que en la dinastía anterior figuraron las palomas  como plato de una comida dada por el soberano”. La otra cuestión es que tanto Castelló como quienes se equivocaron feamente en esto, citan al primero de sus informantes como “el escritor latino Lepsius” y no mencionan para nada al señor Birch, cosa que podría haberlos ayudado a interpretar mejor el asunto.  Tratamos pues de averiguar quiénes podrían haber sido estas dos personas y como a la sazón no conocíamos ni la computadora ni la Web, debimos recurrir a una enciclopedia británica. En cuanto al primero de ellos, resultó por demás evidente que debido a la grafía de su apellido, Castelló y Carreras (o quienquiera que haya sido si no fue él el primero), creyó hallarse ante un escritor latino, es decir,  ante un habitante de la región del Lacio o de los demás territorios que formaron parte del imperio romano. Pero no era así. El profesor Lepsius fue un eminente egiptólogo alemán a quien,  como acabamos de ver,  Darwin había consultado para saber cuán lejos podría remontarse, con pruebas al canto, la antigüedad de las palomas domésticas.

2. Los correos pedestres y ecuestres
 
La elección de personas capacitadas para transportar noticias importantes fue un recurso muy utilizado durante la Antigüedad. Se lo empleó tanto en las cortas como en las largas distancias. Como es de suponer, estas encomiendas se complicaban muchísimo a causa de la fatiga fisiológica cuando las noticias se debían llevar a distancias considerables. Por los años aquellos en que transcurrió la vida del gran filósofo chino Kun-Fu-Tzu (Maestro Kung), nacido en 551 y muerto en 479 a. C., ya se utilizaban los correos  pedestres y también los mensajeros a caballo. Señala Confucio (como lo llamaban los occidentales): “Si el príncipe es bondadoso, su virtud se difunde con la rapidez de un río; va más veloz que el heraldo o el jinete que lleva los mensajes y edictos al emperador.”  No sabemos si fue él mismo el que empleó la palabra heraldo en la cita que se le tribuye, porque si bien se dedicó a aconsejar a los gobernantes acerca de la organización de la sociedad y creó una escuela dedicada a la revisión de los textos clásicos y a la enseñanza de asuntos literarios, políticos y morales, la verdad es que no dejó nada escrito. Así que la presencia de esta voz en aquel párrafo bien podría deberse a un error de interpretación introducido por alguno de sus traductores. Así que deberíamos leer aquí “… más veloz que el mensajero pedestre o el jinete que lleva los mensajes y edictos del emperador.” No nos parece que pudiera referirse al tipo de heraldo que floreció en el Medioevo europeo, que era la persona encargada de transmitir fielmente el pensamiento del emperador a quienes debían conocerlo con la necesaria exactitud, anunciar públicamente los edictos de las autoridades gubernamentales, organizar ceremonias y torneos y llevar el registro de la nobleza. El uso habitual de estas dos clases de mensajeros revela que las palomas no eran utilizadas por entonces como correos alados en China. Los historiadores griegos nos han dejado un extraordinario testimonio del uso de la mensajería pedestre en la Hélade y que indica, además, que durante la época a la que hacen referencia aún no se había implementado el sistema de postas de revelo y menos aún el servicio de palomas mensajeras. Se trata del extraordinario esfuerzo que realizó Feidíppides, el correo militar que recorrió a la carrera el extenso trayecto (40 kilómetros) existente entre Maratón y Atenas, para comunicar a las autoridades residentes en esta última la victoria que los atenienses habían alcanzado contra los persas de Darío I en el 490 antes de Cristo. Recordemos cómo sucedieron las cosas: Darío, resuelto a castigar a Atenas y a Esparta, envió en 492 a. C. a su yerno Mardonio a Grecia, pero la flota que capitaneaba naufragó junto al Monte Atos a causa de una tormenta y tuvieron que regresar a su patria. En el 490 armaron una nueva expedición, capitaneada ahora por el medo Datis y el persa Artafernes. Cruzando los estrechos, llegaron hasta la bahía de Maratón. Allí fueron derrotados por las fuerzas atenienses comandadas por Calímaco y Milcíades, con la ayuda de los aliados plateos. Se asegura que los atenienses perdieron 192 hombres y los persas 6.400, pero la abultada diferencia hace dudar de la fidelidad del cómputo. Como la apurada carrera de Feidíppides demandó un esfuerzo fuera de lo común, y expiró luego de anunciar la victoria, en su honor, en los Juegos Olímpicos de Atenas  de 1896, se instituyó la primera carrera de fondo que conocemos con el nombre de Maratón, la que actualmente cubre un recorrido de 42,195 km. Cabe aclarar, empero, que las cosas no ocurrieron tal como tradicionalmente se las presenta. Cuando las huestes persas se acercaban a Atenas, sus gobernantes se reunieron en la Acrópolis y después de sopesar la situación, enviaron a buscar a Feidíppides, un corredor pedestre que había ganado recientemente la corona de mirtos en los juegos Olímpicos, y le ordenaron que partiese al momento hacia Esparta, a recabar el auxilio de los lacedemonios. Cruzando a nado los cursos de agua y atravesando fatigosamente las eminencias que encontraba a su paso, le llevó dos días cubrir los 215,263 Km que separaban a los dos estados griegos, y tuvo que regresar con la desalentadora noticia de que, como los belicosos lacedemonios eran en demasía supersticiosos, no se pondrían en marcha hacia Atenas sino hasta el plenilunio. Como a la sazón los persas ya habían desembarcado, los atenienses se dispusieron a hacerles frente sin más dilaciones y Feidíppides –dicen los historiadores de la época --, desenvainando su espada y embrazando su pesado escudo, emprendió la marcha junto a los diez mil hombres escogidos para ir al encuentro del enemigo, el que contaba con centenares de miles de medos y persas. Después de la batalla, le tocó anunciar la buena nueva a sus compatricios, y se comenta que sus últimas palabras, luego de correr a toda carrera los 45,357 Km reales que separaban a Maratón de Atenas, fueron: ¡Victoria! ¡El triunfo es nuestro! Se cree hoy que la noticia de la victoria ateniense fue llevada a Atenas por otro corredor profesional. Feidíppides habría sido entonces el que marchó hacia Esparta en busca de ayuda, pero el anuncio de la victoria le correspondió comunicarlo a ese otro corredor. Esta versión señala que al resultar vencidos los persas, enfilaron sus naves hacia Atenas, aprovechando que ella se hallaba a la sazón desprotegida. De manera que si llegaban antes que sus habitantes conocieran que los enemigos habían sido derrotados, probablemente entrarían en pánico y se rendirían. Milcíades mandó llamar entonces a su hombre más veloz, que según Plutarco (que fue el que narró esta proeza 500 años después de ocurrida) se llamaba Tersipo y le encomendó llevar hasta la ciudad la feliz noticia. Tersipo necesitó unas dos horas para cubrir el citado trayecto. A su llegada, anunció: --"Hemos ganado" y cayó muerto. Heródoto, historiador cuya versión resulta más creíble ya que vivió durante el tiempo en que tuvieron lugar esas acciones, memora el ajetreado viaje de Feidíppides a Esparta, pero no comenta absolutamente nada acerca de este segundo corredor, por lo que se duda que la narración de Plutarco pueda expresar la realidad de lo ocurrido. En cuanto al medio utilizado por los países situados en Oriente Medio, éste era por entonces preferentemente el de los mensajeros ecuestres. También era el utilizado en aquella época por los persas, quienes habían construido un largo camino real que unía Éfeso, antigua ciudad del Asia Menor, a orillas del mar Egeo, con Susa, antigua ciudad del país de Elam, en el actual Irán, que era la residencia de los reyes aqueménidas. Esta inmensa carretera fue  construida por el rey persa Darío I en el siglo V a.C. para facilitar una comunicación rápida a través de su extenso imperio. Los mensajeros podrían viajar sus 2.699 Km en siete días. Heródoto escribió a este respecto: “No existe nada en el mundo que viaje más rápido que estos mensajeros persas.", señalando además que "Ni la lluvia, ni la nieve, ni el calor, ni la oscuridad de la noche, les impedirá cumplir con la obligación que se les ha encomendado a la mayor velocidad posible". Como existen comentarios relativos al empleo de palomas (y también de golondrinas) en la patria de Heródoto por parte de algunos espectadores con el objeto de comunicar a sus familiares los resultados de los juegos olímpicos, diremos que revisando esas acotaciones encontramos que algunos autores presentan este probable hecho como si tuviese un uso extendido; otros, en cambio, la refieren sólo a dos casos muy puntuales, uno de ellos acontecido en una fecha bien determinada: el año en que tuvo lugar la Olimpíada número 84º. La narración más circunstanciada que hemos podido encontrar a dicho respecto expresa que el atleta Temóstenes comunicó a sus familiares su triunfo utilizando una paloma. Para otros autores, el que obró de esta manera fue el griego Tauróestenes, oriundo de Egina, ciudad que había sido llamada de esta manera en homenaje a la ninfa mitológica Eegina. ¿Se trataría de la misma persona, denominada por los historiadores de una manera ligeramente diferente? Esta es una cuestión que deberían aclarar los helenistas. Como nosotros no lo somos, vamos a imaginar que se trataba de dos casos diferentes, uno con fecha cierta y el otro no. Para que podamos tener una buena idea acerca de cuándo pudo suceder el primero de ellos, debemos tener presente que se llamaba olimpiada u olimpíada al período de cuatro años comprendido entre dos celebraciones consecutivas de los juegos Olímpicos y que el uso de una paloma mensajera por parte de Temóstenes pareciera haber acontecido en la 84ª ocasión, o sea entre el 444-440 a.C.  La apertura de los juegos era anunciada a los griegos por medio de mensajeros desde el mar Negro hasta España, proclamándose una tregua sagrada. No se permitía competir a mujeres, esclavos, extranjeros y malhechores. Las mujeres casadas no podían acceder al estadio. Los juegos incluían los combates (lucha o pugilato), el pancracio (mezcla de lucha y boxeo) el lanzamiento del disco, el Pentatlón (jabalina, disco, salto en longitud, lucha y carrera) y la carrera de caballos. Había también carreras de mulas y de carros. Pero ni los solípedos, ni los jinetes ni los cocheros podían hacerse merecedores a las coronas de las victorias, ellas estaban reservadas a los propietarios de los caballos y de los carros. (Estableciendo un paralelo con las carreras de palomas de la actualidad, podríamos presumir que muy probablemente para el 2515 los historiadores de nuestro hoy claudicante deporte puedan comentar algo muy parecido acerca de las  mismas, ya que solo tienen importancia para nosotros los propietarios de los palomares exitosos.) Pero había una excepción: Los juegos olímpicos concluían con una carrera pedestre, en la que intervenían atletas provistos de armas, cascos, escudo y polainas. Luego de cada prueba, los nombres de los vencedores eran anunciados por los heraldos, con la indicación de quiénes eran sus padres y cuál era la patria de origen de los mismos. Pero los jueces les entregaban una rama de palmera (cualquier similitud con los anuncios de las vencedoras y los premios colombófilos actuales, debe ser tomada o no como una simple coincidencia). La cuestión es que en los inicios de estos célebres juegos las recompensas consistían en  objetos preciosos, pero después las preseas fueron mucho más modestas: sólo se les entregaba una corona de olivo, árbol que se consideraba plantado por Heracles, el héroe mitológico griego que representaba la fuerza y cuyo sosías latino vino a ser Hércules. Las Olimpíadas, ya decadentes, cesaron a causa de haberse introducido en ellas la maldita corrupción. Durante la 112° se condenó al ateniense Calipso, un personaje nefasto sobre el que pesaba la acusación de haber falseado los resultados de una contienda mediante el soborno de sus adversarios. A partir de ese escándalo, los juegos degeneraron rápidamente, y como cada ciudad quería tener sus propios campeones, los atletas pasaron a ser verdaderos profesionales. Se los entrenaba a partir de los 12 años de edad. La degeneración de los juegos olímpicos se profundizó con la invasión de los romanos, cuyos emperadores dispusieron que sus caballos también participaran en las carreras griegas. Como los helenos corrían contra los caballos de los comisarios, la corrupción alcanzó entonces los niveles más altos. Nerón, por ejemplo, que reinó entre 54 y 68, llegó hasta comprar a los jueces para que dieran por vencedores a sus carros En el 394 de nuestra era, el emperador cristiano Flavio Teodosio, llamado el Grande, nacido en la actual Segovia hacia el 347 y muerto en Milán en 395  (fue emperador romano entre 379 y 395) decretó la abolición de estos juegos. El instinto predador de los hombres y la furia de naturaleza acabarían después de eso con la posibilidad fáctica de reinstalarlos. En efecto: en el 426, Olimpia fue incendiada y entre los años 526 y 551 varios terremotos y maremotos acabaron por devastarla. Los certámenes sólo se reiniciarían en 1896, 502 años después de la decisión de Teodosio I, y no se continuarían en el mismo lugar, es decir, en la llanura de la Élade, a orillas del río Alfeo, en el Peloponeso, sino en la misma ciudad de Atenas.
Según hemos estado viendo, al menos hasta el siglo V antes de Cristo, ni los ejércitos persas ni los griegos utilizaban palomas mensajeras en sus operaciones. Las personas que historiaron los importantes acontecimientos bélicos ocurridos durante esa centuria no las mencionan para nada, por  lo que cabe inferir que no se había inaugurado aún el servicio postal que las tendría más adelante por protagonistas. Ambas partes – al igual que sus respectivos aliados -- se servían, según lo requiriese la necesidad, de los correos pedestres y ecuestres. La única noticia histórica que hemos encontrado sobre de las palomas (no de las mensajeras), durante el período que nos ocupa, es aquella en la cual Jenofonte (ca. 431-354 a.C.) hace referencia a un encuentro casual en territorio sirio con algunas de ellas. En el Libro primero, capítulo IV, de su Anábasis (o La expedición de los diez mil), este historiador hace un simple comentario relativo a unas aves del género Columba que encontraron en cierto lugar mientras se desplazaban en son de guerra contra el rey de Persia.  Por lo poco que cuenta sobre ellas, debemos inferir que no eran mensajeras puesto que si lo hubiesen sido, seguramente lo habría hecho notar expresamente, habida cuenta de la  importancia que este descubrimiento habría tenido para el perfeccionamiento de las comunicaciones en el arte de la guerra.  En el pasaje en el que describe el traslado del joven sátrapa Ciro a través de dicho país, alzado a la sazón en armas contra su hermano Artajerjes II, cuenta que, habiendo llegado a Miriando, una ciudad comercial habitada por fenicios, situada a orillas del mar y en cuyo puerto encontraron anclados numerosos barcos, luego de permanecer detenidos ahí durante siete días, se pusieron otra vez en marcha y manifiesta: “Después de esto, recorrió Ciro veinte parasangas en cuatro etapas, hasta el río Calo, que tiene un peltro de ancho y está lleno de grandes peces domesticados, a los cuales los sirios tenían por dioses y no permitían que les hicieran daño, lo mismo que a las palomas.” No sabemos qué es lo que quiso decir Jenofonte con eso de que los peces que habitaban ese cauce estaban “domesticados”, pero sí entender la causa del gran respeto que sentían por las palomas aquellas, al punto de impedir que se las cazara, ya que los pueblos antiguos solían considerar sagradas a estas aves puesto que acostumbraban practicar con ellas sacrificios religiosos para aplacar la ira o impetrar la benevolencia de los muchos dioses que tenían. Quizá lo que más nos hubiera gustado conocer a nosotros acerca de esas aves, es a qué raza pertenecían. Nunca lo sabremos. Pero por lo que conocemos acerca del manejo de las informaciones de este tipo por parte de los cronistas de las palomas mensajeras de extracción “colombófila”, es posible que si alguno de ellos hubiese encontrado esta noticia, las hubiese considerado mensajeras, sin servirse de ningún asidero argumental. Como veremos enseguida, la historia de las palomas mensajeras que todos conocemos está plagada de gruesos errores de interpretación, y así tenemos que figuran en ellas muchas que jamás lo fueron. De ahí nuestra preocupación por remitirnos a los hechos tal cual se presentaron y circunstanciarlos con pelos y señales, de modo que las personas interesadas en conocer de veras esa historia estén en condiciones de poder comprobar lo que decimos. La historia de la expedición a la que hace referencia Jenofonte, podría resumirse de la siguiente manera: Cuando Ciro, llamado el Joven, hermano del rey Artajerjes II Mnemón (436-358 a. C.), era sátrapa en Asia Menor, concibió la ambiciosa idea de destronar a su hermano y ocupar su lugar.  El historiador y filósofo Jenofonte integró el ejército de mercenarios griegos reunido por el general espartano Clearco, hijo de Ramfias, compuesto por unos quince mil hombres, que pasaron a engrosar el núcleo de las fuerzas persas de Ciro, estimado en unos cien mil hombres. Disfrazando hábilmente el motivo de la expedición, Ciro consiguió penetrar en Mesopotamia, y en la llanura de Cunaxa, libró en el 401 a. C. la batalla decisiva contra el poderoso ejército de su hermano. Ciro logró vencer a las fuerzas monárquicas, más que nada gracias al valor y preparación de los mercenarios griegos, quienes conformaron el flanco derecho de su ejército, pero pereció en el ardor del combate pues cometió la temeridad de buscar la lucha cuerpo a cuerpo con su hermano y fue en tales circunstancias cuando halló la muerte en manos de la guardia personal de Artajerjes. El ejército del joven sátrapa se dispersó y los griegos se vieron entonces en la urgente necesidad de regresar a su tierra, situada a miles kilómetros de allí. A pesar de ser relativamente escaso el número de estos combatientes enemigos, los persas de Artajerjes no se atrevieron a atacarlos, pero urdieron un siniestro plan para descabezarlos: con la promesa de facilitarles la repatriación, convocaron a una reunión a sus jefes y los asesinaron. Jenofonte, que no contaba con ningún cargo militar, logró que sus compañeros de infortunio no se desmoralizaran a causa de aquella horrible perfidia y fue elegido provisoriamente como general por unos diez mil soldados. Con ellos emprendió una retirada heroica, que los llevó a recorrer más de seis mil kilómetros, superando enormes dificultades, entre ellas, la de tener que combatir no sólo contra los ejércitos que Artajerjes envió después en su contra, sino de los ataques de las tribus belicosas que habitaban las montañas que debían atravesar. Luego de cuatro meses de marcha, llegaron a Trebisonda, situada en la zona costera del mar Negro y desde allí costearon el Bósforo, donde fueron embarcados y transportados a Grecia. Respecto a las falsas o inauténticas palomas mensajeras a las que hicimos mención más arriba, señalaremos que algunos de aquellos entusiastas cronistas colombófilos que no supieron interpretar debidamente lo que leían, creyeron encontrar las huellas más pretéritas de la existencia de las palomas mensajeras en la tierra de los faraones, entre la cuarta (2575-2465 a. de C.) y quinta (2465-2323 a. de C.) dinastías, pero se trataba en realidad, de palomas domésticas, cuyas identidades raciales no han llegado hasta nosotros. Es un hecho por demás frecuente que los historiadores de las palomas que nos ocupan se sirviesen acríticamente de datos que venían a cuento a propósito de las salvajes o de las domesticadas, y que los usaron como base para dar rienda suelta a su febril imaginación. Especificaron, por ejemplo, que la paloma fue el medio de comunicación más rápido empleado en la Antigüedad y que hicieron uso de ella los asirios, egipcios, fenicios y persas, y agregaron a esto, que no era ciertamente poco, que los egipcios y fenicios las utilizaron en sus operaciones militares. Como no pudieron respaldar estas pretendidas certidumbres, luego de mostrarse tan asertivos, en una suerte de mea culpa, aclararon que no existía prueba alguna que respaldase esas afirmaciones y que recién se comenzaba a tener noticias ciertas acerca de la existencia de las palomas mensajeras en el 500 antes de Cristo. Pero el mal ya estaba hecho. Veamos seguidamente un ejemplo, por demás aleccionador, acerca de esas falsas palomas mensajeras: La lectura superficial por parte de algunos historiadores colombófilos del capítulo que Charles Darwin dedicara a las palomas domésticas en El origen de las especies, y la aceptación lisa y llana de esas erróneas interpretaciones por parte de  los que las fueron citando sucesivamente en sus libros, determinó que se confundiera a las columbas allí citadas con las mensajeras propiamente dichas y que se otorgara a estas últimas la antigüedad de las primeras. La primera inexactitud que nos tocó detectar a dicho respecto, se halla presente en el libro Colombofilia, cuya primera edición fue publicada en Barcelona durante 1894 y la segunda, ampliada y revisada, en junio de 1901. Uno de los ejemplares de esta última edición obra en nuestro poder gracias a la amable atención de nuestro querido colega y amigo, Miguel Antonio Mazziotti (f), un colombicultor destacadísimo que conocimos en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires. El autor de esta obra, don Salvador Castelló y Carreras, un enjundioso avicultor español y ex presidente de la F.C.E., deploraba compungidamente en esta segunda edición, la comisión inadvertida de algunos gruesos errores históricos en los que incurriera en la primera, publicada siete años atrás. Viendo de quien provenían estas sorprendentes aclaraciones y temiendo que fuesen aún mayores en otros menos preparados intelectualmente que él, al tiempo de aprestarnos a redactar este ensayo, nos propusimos revisar la exactitud de las referencias históricas manejadas no sólo por este reconocido especialista sino por cuanto autor hubiese abordado dicha temática. No queríamos caer en el mismo error, repitiendo lo que otros habían dicho al respecto, hablando como los loros. Historiando a las palomas mensajeras y confundiéndolas parcialmente con las de carrera, y a ambas a la vez, con la presencia de algunas palomas domésticas, en la Introducción a dicha obra, Castelló y Carreras exponía: “...sábese también, y por indicaciones del escritor latino Lepsius, que ya la V dinastía egipcia la utilizaba, ...” Deseando confirmar debidamente esta información, nos dedicamos infructuosamente durante bastante tiempo a tratar de hallar a este publicista latino por todos lados, hasta que un día, leyendo justamente El Origen de las especies por la selección natural, descubrimos por pura casualidad de dónde provenía --aunque completamente desfigurada--, dicha especie. En el capítulo I de la mencionada obra, bajo el título “La variación en la domesticidad” y en el apartado correspondiente a “Las palomas domésticas. Sus diferencias y origen”, el autor dice: “[…] las palomas han sido observadas y atendidas con el mayor cuidado y estimadas por muchos pueblos. Han estado domesticadas durante miles de años en diferentes regiones del mundo; el primer testimonio conocido de palomas pertenece a la quinta dinastía egipcia, próximamente tres mil años antes de Jesucristo, y me fue señalado por el profesor Lepsius; pero Birch me informa que las palomas aparecen en una lista de manjares de la dinastía anterior.” Nótese que en este párrafo Darwin (1809-1882) no menciona para nada a las palomas mensajeras. Se refiere claramente a la existencia de palomas domesticadas en el Egipto de aquellos remotos tiempos (aunque las de Birch bien podrían haber sido salvajes), pero los historiadores colombófilos creyeron –vaya uno a saber por qué-- que el sabio inglés se estaba refiriendo a las mensajeras. He resaltado en negritas las expresiones de Castelló y de Darwin que nos ayudarán a ver en el próximo comentario por dónde se coló este grueso error en la historia de las palomas mensajeras.
Desde nuestro personal punto de vista, el conocimiento de la historia de las palomas mensajeras o, para circunscribir mejor este tema, del servicio de correos prestados por palomas, sólo tiene un valor anecdótico para los criadores de la de carrera, creada en Bélgica en los alrededores de 1850, a menos que se centre el interés en ellas para determinar cuáles fueron las que participaron en la creación de dicha raza. De todas maneras, en el estado actual de nuestra formación colombicultural, es absolutamente necesario que la conozcamos íntimamente, porque si no, nunca vamos a poder caer en la cuenta de que sus historias son diferentes y de que solamente se tocan en ese preciso lugar. El objeto de nuestro paseo turístico por la historia de las telecomunicaciones tiene que ver, pues, con la necesidad que tenemos de descubrir cuándo fue que las aves en general y las palomas en particular entraron a formar parte de los recursos comunicacionales, cuáles fueron ellas, de qué manera se usaron y hasta cuándo, porque aunque tal vez no haría falta decirlo habida cuenta de su obviedad, al igual que los que las antecedieron, acompañaron y sucedieron, ellas también fueron desechadas a su debido tiempo. Continuando con la irrupción en la citada historia de los mensajeros ecuestres,  los especialistas en estas cuestiones señalan que cuatro mil años antes de nuestra era ya se utilizaban en China y que se los denominaba "Ching Pao". Pero al revés de lo que aconteció en otros lugares del mundo, éstos se dedicaron al principio a transportar mensajes privados y sólo mucho tiempo después de eso comenzaron a llevar las comunicaciones oficiales. Como sabemos, China alcanzó un grado de homogeneidad cultural y social varios miles de años antes del nacimiento de las culturas occidentales. Su civilización floreció en el octavo milenio antes de Cristo, aunque debemos aclarar que sólo un milenio más tarde se iniciaría allí la domesticación de los distintos animales, en la que el caballo tuvo una participación tardía. Recordemos que Confucio hacía referencia a la existencia de este medio en el siglo quinto antes de Cristo. El sistema de relevos a través de postas parece haber sido inventado por los persas. Heródoto, en su Historia de las Guerras Médicas (ocurridas entre 499 y 449 a. C.), hace referencia a este servicio en diversas oportunidades. “Jerjes —señala en una de ellas-- ocupa Atenas, donde sólo la Acrópolis resiste por un tiempo: Una vez dueño absoluto de Atenas, despachó a Susa a un emisario a caballo para que notificara  a Artábano su éxito de entonces.”  La vía más directa para enviar ese mensaje consistió en hacerle cruzar al mensajero el mar Egeo en una embarcación y emprender luego el extenuante viaje por tierra a la altura de Éfeso, una población fundada por los griegos en 1087 antes de Cristo, la que estaba emplazada en la península de Anatolia, junto a la desembocadura del río Caístrio.  Luego, a través de las referidas postas, el mensaje seguía transitando el larguísimo trazado del camino real, atravesando sucesivamente Lidia, Frigia, Capadocia, Armenia, Asiria, las porciones colindantes de los territorios de Media y Mesopotamia y trasponer además la mitad de Susiana, en cuya parte central se hallaba ubicada la residencia de los reyes aqueménidas. En ocasiones, enviar un mensaje, imposible de anular en  tiempo y forma una vez que había sido enviado, haciendo referencia a acaecimientos aún no registrados, daba paso, según veremos seguidamente, a grandes decepciones. Rememoremos el incidente de Mardonio. Cuando el mensaje de la todavía no alcanzada victoria suya llegó a Susa, la alegría de los residentes fue tan grande que  empezaron a cubrir las calles con ramas de mirto, quemaron sustancias aromáticas y se entregaron a los consabidos festejos y diversiones. Pero—dice Heródoto-- la llegada del segundo mensaje, anunciando la derrota, los sumió en una consternación tan grande que comenzaron a desgarrarse las vestiduras y prorrumpieron en interminables gritos y lamentos, culpando a Mardonio del inesperado contraste. En su “Excurso sobre el sistema de correos empleado en Persia” dice el citado historiador, comentando la asombrosa eficacia de este servicio: “A la vez que tomaba esas medidas, Jerjes despachó a Persia un emisario para que informara a sus súbditos de su revés de entonces. Y por cierto que no hay mortal alguno que llegue a su destino antes que esos mensajeros; tan eficaz es el procedimiento que han ideado los persas. Con arreglo –dicen – a las jornadas de que conste la totalidad del recorrido, hay dispuestos, a intervalos regulares, igual número de caballos y de hombres, a razón de un caballo y un hombre por cada jornada de camino; y ni la nieve, ni la lluvia, ni el calor, ni la noche les impide cubrir a toda velocidad el trayecto que a cada uno le corresponde. Una vez finalizado su recorrido, el primer correo entrega al segundo los mensajes que haya recibido, el segundo al tercero, y, de correo en correo, se va repitiendo la operación hasta completar el trayecto, igual que ocurre en Grecia con la carrera de antorchas, que se celebra en honor de Hefesto. A este sistema de postas (y esto lo agregamos nosotros) los persas lo denominaban angarèion. Algunos autores calculan que este término fue tomado prestado a los babilonios y que tal vez se lo pueda relacionar con el persa agariya, que significa apropiado. Otro historiador griego, Jenofonte (h. 430- h.355 a. C), hace mención también a la existencia y arreglo de este sistema de correos en su Ciropedia. Dice al respecto conforme a una traducción flagrantemente española y de vieja data: “Y también sabemos otra invención que halló él primero de todos para la grandeza de su imperio, por la cual sabía de presto lo que se hacía muy lejos, y era de esta manera: considerando cuánto camino podía hacer un caballo corriendo en un día cuanto pudiese, mandó a hacer hostelerías distantes otro tanto espacio la una de la otra, y mandó poner en ella caballos, y quien los curase; y ordenó un hombre en cada una, que fuese idóneo y suficiente para tomar las cartas que llevase y las diese, y recibiese los caballos y hombres cansados, y enviase otros holgados. Algunas veces ni aun bastaban las noches para el camino, sino que en pos del mensajero o correo del día, sucedía otro luego de noche, y haciéndose de esta manera, dicen algunos, que caminaban muy más presto el camino que le pudieran pasar las grullas volando. Si esto es mentira o verdad, no lo sé; a lo menos es cierto que de todas las maneras de caminar por tierra ésta es la más presta, y para saber más ante lo bueno o lo malo que hay en todas partes, y proveerlo o remediarlo.” Montaigne (1533-1592), en sus Ensayos, se refiere asimismo a este servicio indicando: “Ciro, a fin de recibir más fácilmente noticias de todos los lugares de su extenso Imperio, calculaba qué distancias podía recorrer un caballo de una tirada, y establecía relevos, merced a lo cual, según algunos autores, se obtenían en conjunto celeridades comparables al vuelo de las grullas.” En cuanto a las limitaciones propias de este servicio, diremos que un caballo lanzado a la carrera puede alcanzar una velocidad de 65 Km por hora (aunque algunos dicen que un poco menos, 60 por ejemplo), pero no durante mucho tiempo. Para nuestra sorpresa, porque no nos imaginamos a un mismo jinete viajando durante todo el día ni a esa velocidad, Heródoto comenta que desde las orillas del mar Egeo a Susa existían ciento cinco casas de postas, a un día de camino la una de la otra, y que un noble de primera clase era el director de cada establecimiento. Señala además que el mismo Darío había cubierto ese cargo antes de convertirse en rey. Sea como fuere, lo cierto es que la construcción del camino real permitió que los mensajeros ecuestres pudieran cubrir la totalidad del trayecto (2.699 Km) en sólo siete días. Se comenta incluso que la implementación del sistema de postas, que --recalcamos-- surgió durante el reinado de Darío I (550-485), obedeció a la necesidad que tenía éste de evitar que sus gobernantes provinciales se pasasen de listos en cuanto a fabricar excusas para no hacerle llegar puntualmente el tributo que les correspondía aportar, el que era proporcional a la riqueza de cada región. Si bien el uso de este recurso comunicacional le aseguraba el control absoluto de sus satrapías, en algunos casos no bastaba para satisfacer otras urgencias, de modo que desarrolló también las comunicaciones marítimas, terminando la obra iniciada por Necao II, un faraón de la dinastía XXVI que gobernó en el antiguo Egipto de 610 a 595 a. C., dando lugar a la apertura de un canal entre el brazo oriental del Nilo y el Mar Rojo, el que, ensanchado convenientemente, hizo posible que dos trirremes pudieran navegar en paralelo por sus aguas. Pero al revés del chino, el prodigioso sistema de correos persa no estaba al servicio del público. El único que se aprovechaba de sus excelentes frutos era el gobierno.

domingo, 12 de julio de 2015

Historia de las palomas mensajeras



2. Los correos pedestres y ecuestres
 
La elección de personas capacitadas para transportar noticias importantes fue un recurso muy utilizado durante la Antigüedad. Se lo empleó tanto en las cortas como en las largas distancias. Como es de suponer, estas encomiendas se complicaban muchísimo a causa de la fatiga fisiológica cuando las noticias se debían llevar a distancias considerables. Por los años aquellos en que transcurrió la vida del gran filósofo chino Kun-Fu-Tzu (Maestro Kung), nacido en 551 y muerto en 479 a. C., ya se utilizaban los correos  pedestres y también los mensajeros a caballo. Señala Confucio (como lo llamaban los occidentales): “Si el príncipe es bondadoso, su virtud se difunde con la rapidez de un río; va más veloz que el heraldo o el jinete que lleva los mensajes y edictos al emperador.”  No sabemos si fue él mismo el que empleó la palabra heraldo en la cita que se le tribuye, porque si bien se dedicó a aconsejar a los gobernantes acerca de la organización de la sociedad y creó una escuela dedicada a la revisión de los textos clásicos y a la enseñanza de asuntos literarios, políticos y morales, la verdad es que no dejó nada escrito. Así que la presencia de esta voz en aquel párrafo bien podría deberse a un error de interpretación introducido por alguno de sus traductores. Así que deberíamos leer aquí “… más veloz que el mensajero pedestre o el jinete que lleva los mensajes y edictos del emperador.” No nos parece que pudiera referirse al tipo de heraldo que floreció en el Medioevo europeo, que era la persona encargada de transmitir fielmente el pensamiento del emperador a quienes debían conocerlo con la necesaria exactitud, anunciar públicamente los edictos de las autoridades gubernamentales, organizar ceremonias y torneos y llevar el registro de la nobleza. El uso habitual de estas dos clases de mensajeros revela que las palomas no eran utilizadas por entonces como correos alados en China. Los historiadores griegos nos han dejado un extraordinario testimonio del uso de la mensajería pedestre en la Hélade y que indica, además, que durante la época a la que hacen referencia aún no se había implementado el sistema de postas de revelo y menos aún el servicio de palomas mensajeras. Se trata del extraordinario esfuerzo que realizó Feidíppides, el correo militar que recorrió a la carrera el extenso trayecto (40 kilómetros) existente entre Maratón y Atenas, para comunicar a las autoridades residentes en esta última la victoria que los atenienses habían alcanzado contra los persas de Darío I en el 490 antes de Cristo. Recordemos cómo sucedieron las cosas: Darío, resuelto a castigar a Atenas y a Esparta, envió en 492 a. C. a su yerno Mardonio a Grecia, pero la flota que capitaneaba naufragó junto al Monte Atos a causa de una tormenta y tuvieron que regresar a su patria. En el 490 armaron una nueva expedición, capitaneada ahora por el medo Datis y el persa Artafernes. Cruzando los estrechos, llegaron hasta la bahía de Maratón. Allí fueron derrotados por las fuerzas atenienses comandadas por Calímaco y Milcíades, con la ayuda de los aliados plateos. Se asegura que los atenienses perdieron 192 hombres y los persas 6.400, pero la abultada diferencia hace dudar de la fidelidad del cómputo. Como la apurada carrera de Feidíppides demandó un esfuerzo fuera de lo común, y expiró luego de anunciar la victoria, en su honor, en los Juegos Olímpicos de Atenas  de 1896, se instituyó la primera carrera de fondo que conocemos con el nombre de Maratón, la que actualmente cubre un recorrido de 42,195 km. Cabe aclarar, empero, que las cosas no ocurrieron tal como tradicionalmente se las presenta. Cuando las huestes persas se acercaban a Atenas, sus gobernantes se reunieron en la Acrópolis y después de sopesar la situación, enviaron a buscar a Feidíppides, un corredor pedestre que había ganado recientemente la corona de mirtos en los juegos Olímpicos, y le ordenaron que partiese al momento hacia Esparta, a recabar el auxilio de los lacedemonios. Cruzando a nado los cursos de agua y atravesando fatigosamente las eminencias que encontraba a su paso, le llevó dos días cubrir los 215,263 Km que separaban a los dos estados griegos, y tuvo que regresar con la desalentadora noticia de que, como los belicosos lacedemonios eran en demasía supersticiosos, no se pondrían en marcha hacia Atenas sino hasta el plenilunio. Como a la sazón los persas ya habían desembarcado, los atenienses se dispusieron a hacerles frente sin más dilaciones y Feidíppides –dicen los historiadores de la época --, desenvainando su espada y embrazando su pesado escudo, emprendió la marcha junto a los diez mil hombres escogidos para ir al encuentro del enemigo, el que contaba con centenares de miles de medos y persas. Después de la batalla, le tocó anunciar la buena nueva a sus compatricios, y se comenta que sus últimas palabras, luego de correr a toda carrera los 45,357 Km reales que separaban a Maratón de Atenas, fueron: ¡Victoria! ¡El triunfo es nuestro! Se cree hoy que la noticia de la victoria ateniense fue llevada a Atenas por otro corredor profesional. Feidíppides habría sido entonces el que marchó hacia Esparta en busca de ayuda, pero el anuncio de la victoria le correspondió comunicarlo a ese otro corredor. Esta versión señala que al resultar vencidos los persas, enfilaron sus naves hacia Atenas, aprovechando que ella se hallaba a la sazón desprotegida. De manera que si llegaban antes que sus habitantes conocieran que los enemigos habían sido derrotados, probablemente entrarían en pánico y se rendirían. Milcíades mandó llamar entonces a su hombre más veloz, que según Plutarco (que fue el que narró esta proeza 500 años después de ocurrida) se llamaba Tersipo y le encomendó llevar hasta la ciudad la feliz noticia. Tersipo necesitó unas dos horas para cubrir el citado trayecto. A su llegada, anunció: --"Hemos ganado" y cayó muerto. Heródoto, historiador cuya versión resulta más creíble ya que vivió durante el tiempo en que tuvieron lugar esas acciones, memora el ajetreado viaje de Feidíppides a Esparta, pero no comenta absolutamente nada acerca de este segundo corredor, por lo que se duda que la narración de Plutarco pueda expresar la realidad de lo ocurrido. En cuanto al medio utilizado por los países situados en Oriente Medio, éste era por entonces preferentemente el de los mensajeros ecuestres. También era el utilizado en aquella época por los persas, quienes habían construido un largo camino real que unía Éfeso, antigua ciudad del Asia Menor, a orillas del mar Egeo, con Susa, antigua ciudad del país de Elam, en el actual Irán, que era la residencia de los reyes aqueménidas. Esta inmensa carretera fue  construida por el rey persa Darío I en el siglo V a.C. para facilitar una comunicación rápida a través de su extenso imperio. Los mensajeros podrían viajar sus 2.699 Km en siete días. Heródoto escribió a este respecto: “No existe nada en el mundo que viaje más rápido que estos mensajeros persas.", señalando además que "Ni la lluvia, ni la nieve, ni el calor, ni la oscuridad de la noche, les impedirá cumplir con la obligación que se les ha encomendado a la mayor velocidad posible". Como existen comentarios relativos al empleo de palomas (y también de golondrinas) en la patria de Heródoto por parte de algunos espectadores con el objeto de comunicar a sus familiares los resultados de los juegos olímpicos, diremos que revisando esas acotaciones encontramos que algunos autores presentan este probable hecho como si tuviese un uso extendido; otros, en cambio, la refieren sólo a dos casos muy puntuales, uno de ellos acontecido en una fecha bien determinada: el año en que tuvo lugar la Olimpíada número 84º. La narración más circunstanciada que hemos podido encontrar a dicho respecto expresa que el atleta Temóstenes comunicó a sus familiares su triunfo utilizando una paloma. Para otros autores, el que obró de esta manera fue el griego Tauróestenes, oriundo de Egina, ciudad que había sido llamada de esta manera en homenaje a la ninfa mitológica Eegina. ¿Se trataría de la misma persona, denominada por los historiadores de una manera ligeramente diferente? Esta es una cuestión que deberían aclarar los helenistas. Como nosotros no lo somos, vamos a imaginar que se trataba de dos casos diferentes, uno con fecha cierta y el otro no. Para que podamos tener una buena idea acerca de cuándo pudo suceder el primero de ellos, debemos tener presente que se llamaba olimpiada u olimpíada al período de cuatro años comprendido entre dos celebraciones consecutivas de los juegos Olímpicos y que el uso de una paloma mensajera por parte de Temóstenes pareciera haber acontecido en la 84ª ocasión, o sea entre el 444-440 a.C.  La apertura de los juegos era anunciada a los griegos por medio de mensajeros desde el mar Negro hasta España, proclamándose una tregua sagrada. No se permitía competir a mujeres, esclavos, extranjeros y malhechores. Las mujeres casadas no podían acceder al estadio. Los juegos incluían los combates (lucha o pugilato), el pancracio (mezcla de lucha y boxeo) el lanzamiento del disco, el Pentatlón (jabalina, disco, salto en longitud, lucha y carrera) y la carrera de caballos. Había también carreras de mulas y de carros. Pero ni los solípedos, ni los jinetes ni los cocheros podían hacerse merecedores a las coronas de las victorias, ellas estaban reservadas a los propietarios de los caballos y de los carros. (Estableciendo un paralelo con las carreras de palomas de la actualidad, podríamos presumir que muy probablemente para el 2515 los historiadores de nuestro hoy claudicante deporte puedan comentar algo muy parecido acerca de las  mismas, ya que solo tienen importancia para nosotros los propietarios de los palomares exitosos.) Pero había una excepción: Los juegos olímpicos concluían con una carrera pedestre, en la que intervenían atletas provistos de armas, cascos, escudo y polainas. Luego de cada prueba, los nombres de los vencedores eran anunciados por los heraldos, con la indicación de quiénes eran sus padres y cuál era la patria de origen de los mismos. Pero los jueces les entregaban una rama de palmera (cualquier similitud con los anuncios de las vencedoras y los premios colombófilos actuales, debe ser tomada o no como una simple coincidencia). La cuestión es que en los inicios de estos célebres juegos las recompensas consistían en  objetos preciosos, pero después las preseas fueron mucho más modestas: sólo se les entregaba una corona de olivo, árbol que se consideraba plantado por Heracles, el héroe mitológico griego que representaba la fuerza y cuyo sosías latino vino a ser Hércules. Las Olimpíadas, ya decadentes, cesaron a causa de haberse introducido en ellas la maldita corrupción. Durante la 112° se condenó al ateniense Calipso, un personaje nefasto sobre el que pesaba la acusación de haber falseado los resultados de una contienda mediante el soborno de sus adversarios. A partir de ese escándalo, los juegos degeneraron rápidamente, y como cada ciudad quería tener sus propios campeones, los atletas pasaron a ser verdaderos profesionales. Se los entrenaba a partir de los 12 años de edad. La degeneración de los juegos olímpicos se profundizó con la invasión de los romanos, cuyos emperadores dispusieron que sus caballos también participaran en las carreras griegas. Como los helenos corrían contra los caballos de los comisarios, la corrupción alcanzó entonces los niveles más altos. Nerón, por ejemplo, que reinó entre 54 y 68, llegó hasta comprar a los jueces para que dieran por vencedores a sus carros En el 394 de nuestra era, el emperador cristiano Flavio Teodosio, llamado el Grande, nacido en la actual Segovia hacia el 347 y muerto en Milán en 395  (fue emperador romano entre 379 y 395) decretó la abolición de estos juegos. El instinto predador de los hombres y la furia de naturaleza acabarían después de eso con la posibilidad fáctica de reinstalarlos. En efecto: en el 426, Olimpia fue incendiada y entre los años 526 y 551 varios terremotos y maremotos acabaron por devastarla. Los certámenes sólo se reiniciarían en 1896, 502 años después de la decisión de Teodosio I, y no se continuarían en el mismo lugar, es decir, en la llanura de la Élade, a orillas del río Alfeo, en el Peloponeso, sino en la misma ciudad de Atenas. (Continuará)