Según hemos estado viendo,
al menos hasta el siglo V antes de Cristo, ni los ejércitos persas ni los
griegos utilizaban palomas mensajeras en sus operaciones. Las personas que
historiaron los importantes acontecimientos bélicos ocurridos durante esa
centuria no las mencionan para nada, por lo que cabe inferir que no se
había inaugurado aún el servicio postal que las tendría más adelante por
protagonistas. Ambas partes – al igual que sus respectivos aliados -- se servían,
según lo requiriese la necesidad, de los correos pedestres y ecuestres. La
única noticia histórica que hemos encontrado sobre de las palomas (no de las
mensajeras), durante el período que nos ocupa, es aquella en la cual Jenofonte
(ca. 431-354 a.C.) hace referencia a un encuentro casual en territorio sirio
con algunas de ellas. En el Libro primero, capítulo IV, de su Anábasis
(o La expedición de los diez mil), este historiador hace un simple
comentario relativo a unas aves del género Columba que encontraron en cierto
lugar mientras se desplazaban en son de guerra contra el rey de Persia.
Por lo poco que cuenta sobre ellas, debemos inferir que no eran
mensajeras puesto que si lo hubiesen sido, seguramente lo habría hecho notar
expresamente, habida cuenta de la importancia que este descubrimiento
habría tenido para el perfeccionamiento de las comunicaciones en el arte de la
guerra. En el pasaje en el que describe el traslado del joven sátrapa
Ciro a través de dicho país, alzado a la sazón en armas contra su hermano
Artajerjes II, cuenta que, habiendo llegado a Miriando, una ciudad comercial
habitada por fenicios, situada a orillas del mar y en cuyo puerto encontraron
anclados numerosos barcos, luego de permanecer detenidos ahí durante siete
días, se pusieron otra vez en marcha y manifiesta: “Después de esto,
recorrió Ciro veinte parasangas en cuatro etapas, hasta el río Calo, que tiene
un peltro de ancho y está lleno de grandes peces domesticados, a los cuales los
sirios tenían por dioses y no permitían que les hicieran daño, lo mismo que a
las palomas.” No sabemos qué es lo que quiso decir Jenofonte con eso de que
los peces que habitaban ese cauce estaban “domesticados”, pero sí entender la
causa del gran respeto que sentían por las palomas aquellas, al punto de
impedir que se las cazara, ya que los pueblos antiguos solían considerar
sagradas a estas aves puesto que acostumbraban practicar con ellas sacrificios
religiosos para aplacar la ira o impetrar la benevolencia de los muchos dioses
que tenían. Quizá lo que más nos hubiera gustado conocer a nosotros acerca de
esas aves, es a qué raza pertenecían. Nunca lo sabremos. Pero por lo que
conocemos acerca del manejo de las informaciones de este tipo por parte de los
cronistas de las palomas mensajeras de extracción “colombófila”, es posible que
si alguno de ellos hubiese encontrado esta noticia, las hubiese considerado
mensajeras, sin servirse de ningún asidero argumental. Como veremos enseguida,
la historia de las palomas mensajeras que todos conocemos está plagada de
gruesos errores de interpretación, y así tenemos que figuran en ellas muchas
que jamás lo fueron. De ahí nuestra preocupación por remitirnos a los hechos
tal cual se presentaron y circunstanciarlos con pelos y señales, de modo que
las personas interesadas en conocer de veras esa historia estén en condiciones
de poder comprobar lo que decimos. La historia de la expedición a la que hace
referencia Jenofonte, podría resumirse de la siguiente manera: Cuando Ciro,
llamado el Joven, hermano del rey Artajerjes II Mnemón (436-358 a. C.), era
sátrapa en Asia Menor, concibió la ambiciosa idea de destronar a su hermano y
ocupar su lugar. El historiador y filósofo Jenofonte integró el ejército
de mercenarios griegos reunido por el general espartano Clearco, hijo de
Ramfias, compuesto por unos quince mil hombres, que pasaron a engrosar el
núcleo de las fuerzas persas de Ciro, estimado en unos cien mil hombres.
Disfrazando hábilmente el motivo de la expedición, Ciro consiguió penetrar en
Mesopotamia, y en la llanura de Cunaxa, libró en el 401 a. C. la batalla
decisiva contra el poderoso ejército de su hermano. Ciro logró vencer a las
fuerzas monárquicas, más que nada gracias al valor y preparación de los
mercenarios griegos, quienes conformaron el
flanco derecho de su ejército, pero pereció en el ardor
del combate pues cometió la temeridad de buscar la lucha cuerpo a cuerpo con su
hermano y fue en tales circunstancias cuando halló la muerte en manos de la
guardia personal de Artajerjes. El ejército del joven sátrapa se dispersó y los
griegos se vieron entonces en la urgente necesidad de regresar a su tierra,
situada a miles kilómetros de allí. A pesar de ser relativamente escaso el
número de estos combatientes enemigos, los persas de Artajerjes no se
atrevieron a atacarlos, pero urdieron un siniestro plan para descabezarlos: con
la promesa de facilitarles la repatriación, convocaron a una reunión a sus
jefes y los asesinaron. Jenofonte, que no contaba con ningún cargo militar,
logró que sus compañeros de infortunio no se desmoralizaran a causa de aquella
horrible perfidia y fue elegido provisoriamente como general por unos diez mil
soldados. Con ellos emprendió una retirada heroica, que los llevó a recorrer
más de seis mil kilómetros, superando enormes dificultades, entre ellas, la de
tener que combatir no sólo contra los ejércitos que Artajerjes envió después en
su contra, sino de los ataques de las tribus belicosas que habitaban las
montañas que debían atravesar. Luego de cuatro meses de marcha, llegaron a
Trebisonda, situada en la zona costera del mar Negro y desde allí costearon el
Bósforo, donde fueron embarcados y transportados a Grecia. Respecto a las
falsas o inauténticas palomas mensajeras a las que hicimos mención más arriba,
señalaremos que algunos de aquellos entusiastas cronistas colombófilos que no
supieron interpretar debidamente lo que leían, creyeron encontrar las huellas
más pretéritas de la existencia de las palomas mensajeras en la tierra de los
faraones, entre la cuarta (2575-2465 a. de C.) y quinta (2465-2323 a. de C.)
dinastías, pero se trataba en realidad, de palomas domésticas, cuyas
identidades raciales no han llegado hasta nosotros. Es un hecho por demás
frecuente que los historiadores de las palomas que nos ocupan se sirviesen
acríticamente de datos que venían a cuento a propósito de las salvajes o de las
domesticadas, y que los usaron como base para dar rienda suelta a su febril
imaginación. Especificaron, por ejemplo, que la paloma fue el medio de
comunicación más rápido empleado en la Antigüedad y que hicieron uso de ella
los asirios, egipcios, fenicios y persas, y agregaron a esto, que no era
ciertamente poco, que los egipcios y fenicios las utilizaron en sus operaciones
militares. Como no pudieron respaldar estas pretendidas certidumbres, luego de
mostrarse tan asertivos, en una suerte de mea culpa, aclararon que no
existía prueba alguna que respaldase esas afirmaciones y que recién se
comenzaba a tener noticias ciertas acerca de la existencia de las palomas
mensajeras en el 500 antes de Cristo. Pero el mal ya estaba hecho. Veamos
seguidamente un ejemplo, por demás aleccionador, acerca de esas falsas palomas
mensajeras: La lectura superficial por parte de algunos historiadores
colombófilos del capítulo que Charles Darwin dedicara a las palomas domésticas
en El origen de las especies, y la aceptación lisa y llana de esas
erróneas interpretaciones por parte de los que las fueron citando
sucesivamente en sus libros, determinó que se confundiera a las columbas allí
citadas con las mensajeras propiamente dichas y que se otorgara a estas últimas
la antigüedad de las primeras. La primera inexactitud que nos tocó detectar a
dicho respecto, se halla presente en el libro Colombofilia, cuya primera
edición fue publicada en Barcelona durante 1894 y la segunda, ampliada y
revisada, en junio de 1901. Uno de los ejemplares de esta última edición obra
en nuestro poder gracias a la amable atención de nuestro querido colega y
amigo, Miguel Antonio Mazziotti (f), un colombicultor destacadísimo que
conocimos en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires. El autor de esta
obra, don Salvador Castelló y Carreras, un enjundioso avicultor español y ex
presidente de la F.C.E., deploraba compungidamente en esta segunda edición, la
comisión inadvertida de algunos gruesos errores históricos en los que
incurriera en la primera, publicada siete años atrás. Viendo de quien provenían
estas sorprendentes aclaraciones y temiendo que fuesen aún mayores en otros
menos preparados intelectualmente que él, al tiempo de aprestarnos a redactar
este ensayo, nos propusimos revisar la exactitud de las referencias históricas
manejadas no sólo por este reconocido especialista sino por cuanto autor
hubiese abordado dicha temática. No queríamos caer en el mismo error,
repitiendo lo que otros habían dicho al respecto, hablando como los loros.
Historiando a las palomas mensajeras y confundiéndolas parcialmente con las de
carrera, y a ambas a la vez, con la presencia de algunas palomas domésticas, en
la Introducción a dicha obra, Castelló y Carreras exponía: “...sábese
también, y por indicaciones del escritor latino Lepsius, que ya la V
dinastía egipcia la utilizaba, ...” Deseando confirmar debidamente esta
información, nos dedicamos infructuosamente durante bastante tiempo a tratar de
hallar a este publicista latino por todos lados, hasta que un día, leyendo
justamente El Origen de las especies por la selección natural,
descubrimos por pura casualidad de dónde provenía --aunque completamente
desfigurada--, dicha especie. En el capítulo I de la mencionada obra, bajo el
título “La variación en la domesticidad” y en el apartado
correspondiente a “Las palomas domésticas. Sus diferencias y origen”, el
autor dice: “[…] las palomas han sido observadas y atendidas con el mayor
cuidado y estimadas por muchos pueblos. Han estado domesticadas durante miles
de años en diferentes regiones del mundo; el primer testimonio conocido de
palomas pertenece a la quinta dinastía egipcia, próximamente tres mil años
antes de Jesucristo, y me fue señalado por el profesor Lepsius;
pero Birch me informa que las palomas aparecen en una lista de manjares de la
dinastía anterior.” Nótese que en este párrafo Darwin (1809-1882) no
menciona para nada a las palomas mensajeras. Se refiere claramente a la
existencia de palomas domesticadas en el Egipto de aquellos remotos tiempos
(aunque las de Birch bien podrían haber sido salvajes), pero los historiadores
colombófilos creyeron –vaya uno a saber por qué-- que el sabio inglés se estaba
refiriendo a las mensajeras. He resaltado en negritas las expresiones de
Castelló y de Darwin que nos ayudarán a ver en el próximo comentario por dónde
se coló este grueso error en la historia de las palomas mensajeras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario