domingo, 4 de octubre de 2015

Según hemos estado viendo, al menos hasta el siglo V antes de Cristo, ni los ejércitos persas ni los griegos utilizaban palomas mensajeras en sus operaciones. Las personas que historiaron los importantes acontecimientos bélicos ocurridos durante esa centuria no las mencionan para nada, por  lo que cabe inferir que no se había inaugurado aún el servicio postal que las tendría más adelante por protagonistas. Ambas partes – al igual que sus respectivos aliados -- se servían, según lo requiriese la necesidad, de los correos pedestres y ecuestres. La única noticia histórica que hemos encontrado sobre de las palomas (no de las mensajeras), durante el período que nos ocupa, es aquella en la cual Jenofonte (ca. 431-354 a.C.) hace referencia a un encuentro casual en territorio sirio con algunas de ellas. En el Libro primero, capítulo IV, de su Anábasis (o La expedición de los diez mil), este historiador hace un simple comentario relativo a unas aves del género Columba que encontraron en cierto lugar mientras se desplazaban en son de guerra contra el rey de Persia.  Por lo poco que cuenta sobre ellas, debemos inferir que no eran mensajeras puesto que si lo hubiesen sido, seguramente lo habría hecho notar expresamente, habida cuenta de la  importancia que este descubrimiento habría tenido para el perfeccionamiento de las comunicaciones en el arte de la guerra.  En el pasaje en el que describe el traslado del joven sátrapa Ciro a través de dicho país, alzado a la sazón en armas contra su hermano Artajerjes II, cuenta que, habiendo llegado a Miriando, una ciudad comercial habitada por fenicios, situada a orillas del mar y en cuyo puerto encontraron anclados numerosos barcos, luego de permanecer detenidos ahí durante siete días, se pusieron otra vez en marcha y manifiesta: “Después de esto, recorrió Ciro veinte parasangas en cuatro etapas, hasta el río Calo, que tiene un peltro de ancho y está lleno de grandes peces domesticados, a los cuales los sirios tenían por dioses y no permitían que les hicieran daño, lo mismo que a las palomas.” No sabemos qué es lo que quiso decir Jenofonte con eso de que los peces que habitaban ese cauce estaban “domesticados”, pero sí entender la causa del gran respeto que sentían por las palomas aquellas, al punto de impedir que se las cazara, ya que los pueblos antiguos solían considerar sagradas a estas aves puesto que acostumbraban practicar con ellas sacrificios religiosos para aplacar la ira o impetrar la benevolencia de los muchos dioses que tenían. Quizá lo que más nos hubiera gustado conocer a nosotros acerca de esas aves, es a qué raza pertenecían. Nunca lo sabremos. Pero por lo que conocemos acerca del manejo de las informaciones de este tipo por parte de los cronistas de las palomas mensajeras de extracción “colombófila”, es posible que si alguno de ellos hubiese encontrado esta noticia, las hubiese considerado mensajeras, sin servirse de ningún asidero argumental. Como veremos enseguida, la historia de las palomas mensajeras que todos conocemos está plagada de gruesos errores de interpretación, y así tenemos que figuran en ellas muchas que jamás lo fueron. De ahí nuestra preocupación por remitirnos a los hechos tal cual se presentaron y circunstanciarlos con pelos y señales, de modo que las personas interesadas en conocer de veras esa historia estén en condiciones de poder comprobar lo que decimos. La historia de la expedición a la que hace referencia Jenofonte, podría resumirse de la siguiente manera: Cuando Ciro, llamado el Joven, hermano del rey Artajerjes II Mnemón (436-358 a. C.), era sátrapa en Asia Menor, concibió la ambiciosa idea de destronar a su hermano y ocupar su lugar.  El historiador y filósofo Jenofonte integró el ejército de mercenarios griegos reunido por el general espartano Clearco, hijo de Ramfias, compuesto por unos quince mil hombres, que pasaron a engrosar el núcleo de las fuerzas persas de Ciro, estimado en unos cien mil hombres. Disfrazando hábilmente el motivo de la expedición, Ciro consiguió penetrar en Mesopotamia, y en la llanura de Cunaxa, libró en el 401 a. C. la batalla decisiva contra el poderoso ejército de su hermano. Ciro logró vencer a las fuerzas monárquicas, más que nada gracias al valor y preparación de los mercenarios griegos, quienes conformaron el flanco derecho de su ejército, pero pereció en el ardor del combate pues cometió la temeridad de buscar la lucha cuerpo a cuerpo con su hermano y fue en tales circunstancias cuando halló la muerte en manos de la guardia personal de Artajerjes. El ejército del joven sátrapa se dispersó y los griegos se vieron entonces en la urgente necesidad de regresar a su tierra, situada a miles kilómetros de allí. A pesar de ser relativamente escaso el número de estos combatientes enemigos, los persas de Artajerjes no se atrevieron a atacarlos, pero urdieron un siniestro plan para descabezarlos: con la promesa de facilitarles la repatriación, convocaron a una reunión a sus jefes y los asesinaron. Jenofonte, que no contaba con ningún cargo militar, logró que sus compañeros de infortunio no se desmoralizaran a causa de aquella horrible perfidia y fue elegido provisoriamente como general por unos diez mil soldados. Con ellos emprendió una retirada heroica, que los llevó a recorrer más de seis mil kilómetros, superando enormes dificultades, entre ellas, la de tener que combatir no sólo contra los ejércitos que Artajerjes envió después en su contra, sino de los ataques de las tribus belicosas que habitaban las montañas que debían atravesar. Luego de cuatro meses de marcha, llegaron a Trebisonda, situada en la zona costera del mar Negro y desde allí costearon el Bósforo, donde fueron embarcados y transportados a Grecia. Respecto a las falsas o inauténticas palomas mensajeras a las que hicimos mención más arriba, señalaremos que algunos de aquellos entusiastas cronistas colombófilos que no supieron interpretar debidamente lo que leían, creyeron encontrar las huellas más pretéritas de la existencia de las palomas mensajeras en la tierra de los faraones, entre la cuarta (2575-2465 a. de C.) y quinta (2465-2323 a. de C.) dinastías, pero se trataba en realidad, de palomas domésticas, cuyas identidades raciales no han llegado hasta nosotros. Es un hecho por demás frecuente que los historiadores de las palomas que nos ocupan se sirviesen acríticamente de datos que venían a cuento a propósito de las salvajes o de las domesticadas, y que los usaron como base para dar rienda suelta a su febril imaginación. Especificaron, por ejemplo, que la paloma fue el medio de comunicación más rápido empleado en la Antigüedad y que hicieron uso de ella los asirios, egipcios, fenicios y persas, y agregaron a esto, que no era ciertamente poco, que los egipcios y fenicios las utilizaron en sus operaciones militares. Como no pudieron respaldar estas pretendidas certidumbres, luego de mostrarse tan asertivos, en una suerte de mea culpa, aclararon que no existía prueba alguna que respaldase esas afirmaciones y que recién se comenzaba a tener noticias ciertas acerca de la existencia de las palomas mensajeras en el 500 antes de Cristo. Pero el mal ya estaba hecho. Veamos seguidamente un ejemplo, por demás aleccionador, acerca de esas falsas palomas mensajeras: La lectura superficial por parte de algunos historiadores colombófilos del capítulo que Charles Darwin dedicara a las palomas domésticas en El origen de las especies, y la aceptación lisa y llana de esas erróneas interpretaciones por parte de  los que las fueron citando sucesivamente en sus libros, determinó que se confundiera a las columbas allí citadas con las mensajeras propiamente dichas y que se otorgara a estas últimas la antigüedad de las primeras. La primera inexactitud que nos tocó detectar a dicho respecto, se halla presente en el libro Colombofilia, cuya primera edición fue publicada en Barcelona durante 1894 y la segunda, ampliada y revisada, en junio de 1901. Uno de los ejemplares de esta última edición obra en nuestro poder gracias a la amable atención de nuestro querido colega y amigo, Miguel Antonio Mazziotti (f), un colombicultor destacadísimo que conocimos en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires. El autor de esta obra, don Salvador Castelló y Carreras, un enjundioso avicultor español y ex presidente de la F.C.E., deploraba compungidamente en esta segunda edición, la comisión inadvertida de algunos gruesos errores históricos en los que incurriera en la primera, publicada siete años atrás. Viendo de quien provenían estas sorprendentes aclaraciones y temiendo que fuesen aún mayores en otros menos preparados intelectualmente que él, al tiempo de aprestarnos a redactar este ensayo, nos propusimos revisar la exactitud de las referencias históricas manejadas no sólo por este reconocido especialista sino por cuanto autor hubiese abordado dicha temática. No queríamos caer en el mismo error, repitiendo lo que otros habían dicho al respecto, hablando como los loros. Historiando a las palomas mensajeras y confundiéndolas parcialmente con las de carrera, y a ambas a la vez, con la presencia de algunas palomas domésticas, en la Introducción a dicha obra, Castelló y Carreras exponía: “...sábese también, y por indicaciones del escritor latino Lepsius, que ya la V dinastía egipcia la utilizaba, ...” Deseando confirmar debidamente esta información, nos dedicamos infructuosamente durante bastante tiempo a tratar de hallar a este publicista latino por todos lados, hasta que un día, leyendo justamente El Origen de las especies por la selección natural, descubrimos por pura casualidad de dónde provenía --aunque completamente desfigurada--, dicha especie. En el capítulo I de la mencionada obra, bajo el título “La variación en la domesticidad” y en el apartado correspondiente a “Las palomas domésticas. Sus diferencias y origen”, el autor dice: “[…] las palomas han sido observadas y atendidas con el mayor cuidado y estimadas por muchos pueblos. Han estado domesticadas durante miles de años en diferentes regiones del mundo; el primer testimonio conocido de palomas pertenece a la quinta dinastía egipcia, próximamente tres mil años antes de Jesucristo, y me fue señalado por el profesor Lepsius; pero Birch me informa que las palomas aparecen en una lista de manjares de la dinastía anterior.” Nótese que en este párrafo Darwin (1809-1882) no menciona para nada a las palomas mensajeras. Se refiere claramente a la existencia de palomas domesticadas en el Egipto de aquellos remotos tiempos (aunque las de Birch bien podrían haber sido salvajes), pero los historiadores colombófilos creyeron –vaya uno a saber por qué-- que el sabio inglés se estaba refiriendo a las mensajeras. He resaltado en negritas las expresiones de Castelló y de Darwin que nos ayudarán a ver en el próximo comentario por dónde se coló este grueso error en la historia de las palomas mensajeras.

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